María Peña.-
Desde hace cierto tiempo me he sorprendido estudiando algunos principios de la filosofía antigua y del culto al pensamiento (si se puede llamar «estudio» a la empírica incursión en una disciplina tan vasta y densa), originados en la Grecia de Sócrates, Aristóteles y otros grandes pensadores de esa civilización, tan vigentes a pesar del paso de los siglos. Este estudio, producto sólo de la curiosidad y la introspección, ocurre en un momento en el que las presiones externas del día a día y la inevitable influencia de diarios enfrentamientos en retórica enardecida, ávidos únicamente de la satisfacción pasajera por «tener la razón», atenta contra la cordura de cualquier mortal. Y he optado por buscar, en la medida de lo que mi bien asimilada ignorancia sobre el tema me lo permite, alguna corriente filosófica que calce con mi a veces enigmática línea de pensamiento. Sobre todo, cuando he observado con preocupación que el fogoso carácter y temperamento que poseo, tan latino y efervescente, lleno de la vehemencia de quien cree que su vida depende del reconfortante desahogo que concede la liberación de las ideas, me ha traído tantos dolores de cabeza, derivados de la comprobación irrefutable del profundo aislamiento que genera el no encontrar interlocutores que deseen intercambiar, alimentarse intelectualmente y no imponer conceptos. Eso me ha llevado a declararme, irresponsablemente, dada la falta de formación suficiente para ello, una suerte de «nueva estoica y ecléctica», en búsqueda permanente de esa escurridiza virtud llamada imperturbabilidad y de encontrar, entre este mar de ideas, el punto de vista, valoraciones o perspectivas, que, sometidos a una mezcla persistente, tomen un cuerpo único, aunque derivado de diversas fuentes y proveniente la mera contemplación del transcurrir de la vida. Soy una mujer normal, coherente y compleja a las vez; «magnolia de acero», pues…
Pero, apartando esta secundario ensayo anecdótico, al que obligo al hipotético lector de tan personal divagación, paralelamente observo con asombro a un entorno actual en mi querida patria que, en contraste con mi nuevo «ser zen», me grita que soy extraterrestre… ¡Sí, extraterrestre!: lunática, marciana, saturnina (venusiana me confieso, mientras «ellos» se posicionan en Marte), pero tan ajena a mi terruño como el más verde de los alienígenas, uno del tipo al que las más descabelladas fantasías de Orson Welles, Julio Verne y Steven Spielberg, juntos, no pudiesen haber imaginado jamás. Porque ahora resulta que, según la otra Venezuela, esa que emerge de las profundidades del resentimiento, cuento con unos epítetos que me obligan a observar, extra-corpóreamente, a un ser que no reconozco: según ellos, soy escuálida, oligarca, apátrida, disociada, imperialista, alienada, golpista, delincuente, y no sé que otras cosas más. Soy lo peor de una cuarta República, plagada de males, injusticias y atrocidades, en las que ni siquiera me preguntaron, por cierto, qué opinaba, aunque eso y el hecho haberlo vivido, como el pecado original, me perseguirá y me llevará al infierno, a menos que le permita a la «revolución patriota y bolivariana» interceder por mi salvación, exorcizando a esos demonios malignos que se han apoderado de mi entendimiento…. (¿???)
Es por ello que mis principios, bien aprendidos en mi colegio de monjas (sectario y excluyente, como ellos también dicen), me obligan a hacer un paréntesis en mi «nuevo estoicismo», para replicar enérgicamente ante tanto atropello, intolerancia y desdén por el ser humano, su integridad y libertad de pensamiento, para defender hasta las últimas consecuencias mi derecho a opinar, a DISENTIR, a construir y aportar, pero no bajo condiciones leoninas de adoctrinamiento opiáceo, sino con la perspectiva de quien se identifica como un fiel testigo y protagonista de la historia viva. Sí, viva y férrea, incólume a los embates de la descalificación, el descrédito y dominación (de cualquier tipo, no sólo «imperialista») de un nuevo grupo de caudillos («Duce» en italiano, «Führer», en alemán, por si eso les permite identificar tal línea de comportamiento), nuevos mesías, venidos del cielo y ungidos por el «pueblo» y por Dios, lo cual les impide equivocarse, contar sólo con una verdad PARCIAL, y por lo tanto, tener alguna necesidad de rectificar. A todos ustedes, quiero dejar mi testimonio sobre lo que sí soy: soy una orgullosa mujer venezolana, a la que ningún gobierno podrá sacar de mi país sin luchar, que les dice que una visión arbitraria de la realidad no les da derecho a desconocer los nuestros, de los que no opinamos como ustedes. Soy una ciudadana, en toda la extensión de la palabra, que cumple con sus obligaciones y a la que ningún gobierno le ha otorgado prebendas, obsequios o favores, y cuyo diario trajinar se centra en principios de honestidad, lealtad y esfuerzo perseverante por darle a mi país y a mis hijos un futuro promisorio; todo lo que he obtenido no es el producto de parásitas herencias o derechos nobiliarios, sino del trabajo tenaz que le he ofrecido a los míos y a mi país. No acepto, óigase bien, no acepto epítetos ni calificaciones despectivas, que provengan del la única culpa que ahora y aquí confieso: soy de libre pensamiento, crítica, consciente y reflexiva, y eso implica que siempre tendremos diferencia de opiniones, que no por ello deben desprestigiarse.
Mientras no estemos dispuestos a escuchar, a comprender y a acercarnos, sin condicionamientos egoístas y excluyentes, no podremos sino ser los títeres observadores de un nefasto futuro, lleno de odio, inciertos y amenazas constantes, donde no hay otra pluralidad que la de ver 10 canales de televisión donde la única línea editorial es la dictada por el gobierno, que no sirve para otra cosa sino para alejarnos de la verdadera realidad: la de un país opresivo, sin seguridad de ningún tipo, ni jurídica ni personal, ni económica; sin justicia social ni equidad, ni el tan machacado «sentido de la identidad nacional», donde sólo hemos logrado sustituir a la antigua oligarquía por otra de nuevos ricos, corruptos y hambrientos de poder. Ya habrá muchos preguntándose quien soy; como si fuera imperativo descubrir al enemigo para garantizar su aniquilación. Ante esa perspectiva, les contesto: mi estampa, muy «wayuu», me diluye en un mar de rostros esperanzados por un país para todos; pueden llamarme Petra, Antonia o Rosa; pueden llamarme también Manuelita o quizás Luisa Cáceres; sí, mujer de decisión y principios, dispuesta para la lucha por un mejor país. Sin embargo, no encuentro mejor salida para mi identidad, que no sea la de la fibra más intensa que mueve mi ser: Llámame VENEZUELA, y mi apellido es LIBERTAD…!